Lammas II

  

Bajo la caricia ardiente del sol, las últimas espigas erguidas, como anhelantes del destino que les espera ondean en un mar dorado, que el viento, cálido como el aliento de una ígnea criatura que corriera salvaje entre ellas, hace ondear suavemente... El Verano, rey refulgente extendiéndose sobre las tierras que ante él se postran para rendir tributo con sus mejores frutos, exhaustas y satisfechas, en la gloria del reconocimiento; en el inicio del lento camino que emprenden hacia el reposo de la sombra.

Silencioso Segador de filo áureo, ruge resplandeciente; enmudeciendo las mentes para poner  a prueba los cuerpos bajo su pesado yugo, atorgándoles un lenguaje propio y rítmico que sólo descubrimos bajo su reinado, como una extraña flor de tierra desnuda y fuego. Tan sólo  la caricia refrescante de la Dama de la savia y las aguas  puede calmar su furia ardiente, trayendo la paz a todas las criaturas que buscan cobijo entre sus extensas vestiduras, y se regocijan bajo la cascada verde y azul de sus amados cabellos.

Tiempo de la primera cosecha, el primero entre los festejos del sacrificio en el que, llegados al punto álgido de su existencia, la madurez debe  ver cómo las criaturas de ella nacidas portan su legado en adelante, para que éste no se extinga jamás; del tronco, la rama, de la rama la flor, de la flor, el fruto y, en su interior, la nueva semilla... Muertes y renacimientos, agotamientos y regeneraciones;  y un tiempo para cada transformación en un mismo ciclo... pero a cada generación más alto deben llegan los brotes, y más profundo ahondar las raíces en el sagrado Árbol que vertebra el universo. “Déjanos defender la Tierra, clamamos al Alto...

En un largo trayecto por carretera, observo los campos ya segados, los breves tallos brillan al sol, y la tierra parece el lomo de un animal fuerte, orgulloso y fiel, surcado de heridas pero aún en pie. Es imposible no admirarse, no amarlo... no sentirse terriblemente injusto ante el brillo de sus ojos puros. No sentir en lo más hondo, como una violenta sacudida, el sacrificio del Dios de los Campos, allí tendido como un joven atleta desfallecido en el esfuerzo postrero por dar lo mejor de sí. Él mismo se exige, él mismo se entrega sin más reservas que las que quedan atrapadas en las lágrimas de la Madre que le dio vida. Él está en el grano recogido, y aún lo recordamos como antaño fuera, en la sangre vertida de las criaturas de astas regia e imponentes pezuñas  y mirada encendida.

 Poder apreciar el alma latiendo en y desde la materia,  amar lo que tantos, neciamente, desprecian. La materia que vibra y siente y sin la cuál no podrían ser... la que les da las sensaciones y la emoción, el alimento, el aliento y a la que deben hasta el pensamiento y el habla. Como niños desagradecidos la rehuyen y corren a refugiarse en ensoñaciones acerca de su verdadera procedencia. No hacen sino despreciarse y huir de sí mismos en una loca carrera de tiempo perdido o, peor aún, sólo holgazanear a la espera que “al final” llegue “algo mejor”.  

¡Cuánto daño han hecho estas palabras! Tal vez si dejaran un lugar a la idea de que todo lo que necesitamos está aquí, esperando a que vayamos a por ello, serían más felices y darían un sentido forjado en hechos a sus vidas. Tal vez cuidaran de conservar el maravilloso legado que este Hogar es, guardaran el recuerdo respetuoso de la labor de los que fueron en los orígenes y dejaran algo de él para los que vendrán tras nosotros.

Y, después de todo, sea lo que sea que esperan encontrar más allá de los cielos, bien debería observar esta actitud con mayor simpatía, que la destrucción del hombre sobre el hombre y sobre el resto de vivientes.

Nada pido a las estrellas que siempre he visto desde la Tierra, a Ella  amo y pertenezco; no temo el Juicio ni la Sentencia, si todo debe acabar más allá de la negrura, que así sea.

Mi deseo es que mis días acaben noblemente, y que cuando empiece a marchitarme y las fuerzas me fallen, o si incluso antes de esto  la Muerte me balancea hacia su regazo; pueda saber que di lo mejor de mí a la corriente de mi herencia y pueda ver cómo la siguiente generación me supera, manteniendo la llama y alimentándola con su propia madera.

 ---

Hace diez años, era una tarde de verano, como la de hoy. Y, como hoy, empezó a llover. Y entonces salí a la calle, a pasear, tarareando una canción que me hacía sentir inmensamente feliz, en un arrebato de salvaje amor por la vida. El verano también tiene estas cosas, de repente se vuelve sólo un joven que te agarra por la cintura con atrevimiento y te hace bailar de pura alegría y celebración. Tal como viene se va, y nunca sabes si ha sido un sueño o si sucedió de verdad; y nunca lo vas a saber ya. Es cosa del momento. La eternidad en un instante. Algo capaz de perdurar a través de los años, algo que no se vive como un recuerdo, sino como un encantado estado de ánimo. Como el suave airecillo que corre en el tardío anochecer impregnado del aroma a jazmín y azahar, y el murmullo de las gentes en las calles, los mil centelleos de la Vía Láctea en una noche sin luna en la que llueven estrellas,  la plácida sensación de tenderse al sol sobre la arena tras una mañana de juegos entre las olas del mar, el sonido del viento al pasar a través de las hojas de los bambúes y el aroma de la tierra húmeda después del riego...  

La terrorífica noche en el cementerio de los monjes, el ritual de saborear la primera fruta espléndidamente roja de la temporada;  vagar semidesnudo en el bosque y perseguir animalillos, o perseguir a aquél muchacho en juegos, y besarlo al final de la carrera...  rodar, o al menos intentar algo parecido a rodar sobre la hierba......

Trotar con libertad dónde el corazón nos lleve y tomar un mordisco de las doradas manzanas del jardín de las Hespérides, Hijas del Atardecer, Diosas del Ocaso. Eso también es el verano. El sorbo de la copa de la Vida que no se apura, porque en su naturaleza efímera, nadie puede decir dónde nace o se extingue el áureo instante.

Vaelia Bjalfi,

Agosto 2006