Ni bruto ni cordero, notas sobre la violencia y la visión del pasado
Publicado en Foros Rojo Intenso, 10 de Octubre de 2007;
Fuente: El Camino de la Guerra, Jean Guilaine y Jean Zammit, ed. Ariel, Barcelona, 2002
El
libro es un estudio sobre la violencia y sus formas de
expresión en la prehistoria, desde los sacrificios y
enfrentamientos personales hasta las primeras guerras. Sin embargo,
algunos de los planteamientos de los autores van más allá
de ese marco y son fácilmente aplicables en otros contextos-.
pp.47
(...) Hemos de recordar que desde hace 200.000 años el hombre -
Homo sapiens- es el mismo, ya sea paleolítico, neolítico
o actual. Un ser cuyas capacidades intelectuales no han cambiado,
aunque se haya alejado de la naturaleza a medida que ha acumulado
nuevas creaciones técnicas. Los sapiens actuales vivimos en un
contexto hiper-artificial, pero nuestras características
biológicas y aptitudes mentales son las mismas que las de
nuestros abuelos cromañones.
(...) Otra cuestión merece nuestra atención. Se trata de
un defecto de la ciencia que consiste en confirmar mediante pruebas
"objetivas" ciertas visiones populares de nuestra cultura. La
contraposición de los cazadores-recolectores, colmados por una
naturaleza pródiga, a los productores, obligados a trabajar de
agricultores y ganaderos con el fin de satisfacer sus necesidades
vitales "con el sudor de la frente", ha recreado mediante un
vocabulario erudito el viejo antagonismo del Paraíso y la
obligación de trabajar a partir del Pecado Original y de la
ofensa a la divinidad. Se confirman, en un ambiente erudito y
científico con demostraciones "rigurosas", los sentimientos
populares, naífs y míticos que surgen de la
ficción. La ciencia, en este caso, retoma conceptos banales,
afirmaciones gratuitas, pero profundamente ancladas en nuestro modo de
pensar y en nuestra cultura. Se disfraza con un ropaje complejo lo que
es una vieja idea. (...)
pp.50-52
El hombre prehistórico: ni bruto ni cordero
Las representaciones populares del hombre prehistórico son
frecuentemente divertidas. La mayoría le da una imagen
completamente diferente a la nuestra. Algunas tiras dibujadas nos
representan a un individuo cercano a lo bestial, con la cabeza hundida
entre los hombros, aspecto hosco y aparentemente poco inteligente con
un garrote en la mano y saliendo de una húmeda caverna en busca
de caza. Su mujer no sale más favorecida: con dos huesos
cruzados en su cabeza que le sirven de aderezo a modo de
bigudíes o alfileres, no se caracteriza por la limpieza; se la
encuentra siempre deambulando entre basuras. El dibujante representa
con con un aspecto irrisorio a los autores de los grandes frescos de
Lascaux, Altamira o Chauvet, es decir, de algunas obras maestras de la
historia del arte de la humanidad.
También existe la antítesis popular. Algunos artistas del
siglo XIX e incluso del XX, deseosos de reproducir una una escena de la
vida cotidiana primitiva, han representado unos personajes en actitudes
tranquilas y serenas: un anciano sabio y barbudo, el abuelo de la tribu
que aconseja a los intrépidos y musculosos cazadores, mientras
las mujeres de pechos generosos, a menudo en topless (¡ No
importan la estación ni el clima!) cuidan a sus alegres
niños, rodeados por una naturaleza nutricia y benefactora; todo
respira quietud y felicidad.
Ambas imágenes contradictorias son simples caricaturas en
absoluto inocentes. Las dos transmiten, de un modo simple y prosaico,
dos visiones filosóficas opuestas de los humanos
prehistóricos. El segundo cliché representa a los
primeros humanos como unos seres olímpicos, como corderos
flotando en la inocencia original y en el centro de un medio natural
pródigo. Por el contrario, la primera evocación nos lleva
a una época cercana a la animalidad: la especie humana
habría recorrido una larga trayectoria antes de dejar su
envoltura de pura barbarie y, poco a poco, pulirse y "civilizarse".
Traspongamos estas dos imágenes reduccionistas, dejando a un
lado las exageraciones, al terreno de lo ideológico.
La teoría del Buen Salvaje concibe una vida primitiva sin
opresiones ni crueldad, sin motivos de fricción. Una
complementariedad "ecológica" uniría al ser humano no
violento con una naturaleza virgen. Esta visión de un inicio
paradisíaco ha desarrollado dos aspectos próximos. Uno,
de caracter religioso, concibe el destino humano como una lenta
degradación: el hombre que tuvo unos inicios bucólicos
creca de la Divinidad, cometió el error de desafiar al Creador;
fue expulsado del Paraíso y se vio reducido a una vida de
trabajo y dificultades; su destino ha de ser proseguir un largo camino
al encuentro del Paraíso Perdido. El segundo, de naturaleza
científica, considera que la vida peleolítica fue
relativamente fácil, en función de las posibilidades
ofrecidas por la naturaleza a una poblaciones numéricamente
bajas que, por tanto, podían beneficiarse de la gestión
equilibrada de recursos. Esta opinión se halla también
entre algunos antropólogos, quienes consideran que la vida
peleolítica era muy rica en tiempo libre, puesto que se podian
obtener los alimentos en pocos momentos. Estos autores consideran el
Neolítico como el fin de la Edad de Oro, ya que
convertirá a la humidad en esclava del trabajo. Se trata de una
especie de regresión, una verdadera servidumbre, el descenso a
los Infiernos.
La segunda visión de la historia de la humanidad se basa en el
concepto de progreso. La criatura salvaje, feroz y miserable, situada
en los límites de la supervivencia, va a liberarse de esta
condición inferior gracias al trabajo, poco a poco y con
tesión, hasta convertirse en dueña de la naturaleza. Su
destino es siempre mejorar. El hombre que no puede contar más
que consigo mismo es el responsable de su condición. Ya algunos
autores antiguos (Varron) se fundamentaron en constataciones
económicas o técnicas (Lucrecio) y hablaron de un ser
ignorante que flanqueaba estas primeras etapas hasta llegar al dominio
de la agricultura y la metalurgia, para luego levantarse hacia estadios
superiores. En el s.XIX, la clasificación evolucionista de
Morgan describió un inicio humano situado en el estadio del
"salvajismo" (¡incluso del canibalismo!), seguido por etapas
sucesivas, caracterizadas por los avances del tipo económico,
hasta llegar a una cierta organización social, que le
llevaría al estadio de la "barbarie" (creativa) y finalmente a
la "civilización" con la invención de la escritura. Esta
teoría fue tomada por los pensadores marxistas y por algunos
famosos y excelentes prehistoriadores.
Nuestras representaciones mentales de los seres prehistóricos no
se encuentran separadas de determinadas proyecciones
filosóficas.Si queremos trabajar con datos objetivos hay que
eliminarlas a priori. Un simple análisis de las teorías
que acabamos de exponer nos muestra que ambas responden a
mecánicas evolucionistas: la primera se refiere a una especie de
decadencia moral y constituye una añoranza por el pasado lejano;
la segunda hace apología del progreso, la mejora de las
condiciones de vida y la diversificación de los conocimientos.
Para una, el hombre alejado de la naturaleza se ve abocado a la maldad;
para la segunda todo se basa en la esperanza en el trabajo y la cultura
con el fin de construir un mañana feliz.
¿Y si el hombre no hubiese cambiado en lo básico de su
comportamiento y sus reacciones? ¿Y si no hubiese sido ni el
bruto ni el cordero que se desprende de ciertas versiones
caricaturescas? ¿ Y si desde siempre fuese un ser complejo,
dotado de sentimientos afectivos y también, en ocasiones, capaz
de reaccionar con dureza y violencia? (...)
...
Comentario adicional;
El caso es que hay gente que huye hacia atrás y gente que huye hacia adelante;
vamos, lo que sea para no vivir en el momento que les pertenece. A
menudo idealizamos o demonizamos en exceso lo que no nos corresponde
vivir; y si la ciencia, que debería ser objetiva con los datos,
se mete a este juego conscientemente, sus resultados no son
válidos.
La violencia cultural, es decir, aquellas expresiones de violencia que
no pueden compararse con las del resto de animales por ir más
allá de factores biológicos, ha existido siempre. Es un
mito hermoso, pero la Edad Dorada no ha existido sobre esta tierra,
para los humanos. Por otro lado, es muy difícil teniendo los
pies sobre la tierra y viendo a nuestro alrededor, creer que la vayamos
a alcanzar a futuro.
A la luz del estudio de Guilaine y Zammit se ven algunas sociedades
más pacíficas y otras más belicosas, ya en el
pasado remoto. Con las sociedades, al igual que con la teoría de
la evolución biológica de Darwin, es un malentendido
pensar que sobrevive el más fuerte, el que en realidad sobrevive
y prospera es el más apto, el mejor adaptado al momento y el
entorno; pero los momentos y los entornos cambian, y las
características que te sirven una vez, al rato se convierten en
tu peor desventaja, y pasado un tiempo vuelve a funcionar.
Si mañana despertáramos en cualquiera de los territorios
que actualmente se encuentran devastados por las guerras, sería
difícil creer que lo que se ha dado en llamar progreso, por
sí mismo, lleve a un futuro mejor. Tampoco es cuestión de
paciencia.
Que seamos afortunados de vivir en unas sociedades, unos lugares y un
tiempo más tranquilo que gran parte de la humanidad, no lo dudo;
de otro modo sería bastante difícil que estuvieramos
aquí escribiendo y leyendo. Pero el mundo no está acabado
y en cualquier momento pueden girar las tornas, aunque es una
posibilidad que parece difícil de aceptar...
...
Resumen de capítulos de la obra.
Capítulo I. Reflexiones preliminares.
La
violencia queda documentada históricamente en las manifestaciones
artísticas y arquitectónicas de las iniciales civilizaciones, así como
en los primeros textos de la antigüedad. De este modo, los autores,
presentan el tema y la intención de la presente obra, indagar, a través
de la Arqueología y ayudados por estudios etnográficos, más allá de
estas compuertas de la historia, a la búsqueda de rastros de violencia
en la prehistoria. De esto deriva ineludiblemente, el cuestionar al
tiempo la relación natural y cultural del ser humano con la misma.
El
primer tema a tratar será la historiografía, la manera cómo el contexto
de la Arqueología ha influido sobre sus líneas de investigación,
interpretaciones e hipótesis. Se pone de ejemplo la proliferación de
hipótesis invasionistas en el momento de explicar un cambio cultural,
coincidiendo con un periodo violento, marcado por conflictos bélicos en
la Europa contemporánea; mientras que los años de calma que siguieron
verían nacer hipótesis a favor de evoluciones internas para explicar
estos mismos cambios. Esta situación se evidenciará en el hecho de que,
a lo largo del tiempo, un mismo hábitat pueda ser interpretado de
maneras enteramente opuestas.
Por otra parte, en no pocas
ocasiones, se ha proyectado en la investigación Arqueológica la
voluntad de demostrar unos modelos explicativos formados a priori,
entre los que destaca el caso de la Edad de Bronce de Córcega y la
supuesta vinculación de la cultura “torreana” con las invasiones del
segundo milenio y los llamados “pueblos del mar”.
Adentrándose
en la línea de estas reflexiones preliminares, los autores proponen a
continuación la cuestión de los orígenes de la agresividad humana,
empezando por su componente biológico, relacionándolo mediante datos
procedentes de la etología con el comportamiento de los primates y
mamíferos superiores. Se concluye que la expresión de la agresividad
humana supera en complejidad a la de éstos, hecho la caracteriza,
cuanto menos, como producto del proceso de hominización.
Sigue
a continuación el debate entre si esta agresividad debe entenderse como
un rasgo natural o como un elemento cultural. En esta esfera destacan
las opiniones contrastadas de A. Leroi-Gourhan, quien defendía la
guerra como evolución de la caza, medio de subsistencia humano y, por
tanto, aptitud natural del mismo, y P.Clastres, quien rechaza la
explicación del comportamiento humano si no es en el ámbito de lo
social, resultando de ello la idea de la guerra como fenómeno cultural.
Regresando de nuevo a la historiografía, se cuestiona la idea
generalizada de que la violencia prehistórica vendría de la mano del
Neolítico. El tópico de la “Edad de Oro”, el mito del Paraíso Original,
o bien la idea moderna del “Buen Salvaje” se proyectan en el pasado
hasta establecer una dicotomía entre un Paleolítico “natural” y
pacífico, y un Neolítico cultural y belicoso. Por otro lado, la
interpretación materialista, hace pensar que fue el desarrollo del
sistema productivo, el almacenaje, y la posesión privada aquello que,
suscitando envidias y codicias, o por la simple necesidad de aquellos
menos favorecidos, generalizó la violencia y la guerra como un medio de
relación social; luego, si las sociedades paleolíticas no eran
productoras, quedaban fuera de este marco explicativo, y se suponían
apacibles.
Sin embargo, hay datos suficientes para hablar de
violencia paleolítica, en un sentido estrictamente humano, “conflictos
llevados a cabo por hombres armados”[1]. Señalan los autores que los
motivos que llevan a estos enfrentamientos, individuales o colectivos,
pueden existir independientemente de la producción ( rupturas de
alianzas, ofensas,…) y, por tanto, ser realidades muy anteriores al
momento neolítico.
Tal como se ha apuntado anteriormente, la
expresión de la violencia humana adquiere formas complejas. A través de
paralelos etnográficos se puede pensar en la existencia, en el ámbito
cultural, un control de la violencia que daría lugar a batallas o
guerras rituales. Las batallas y guerras rituales tendrían en ocasiones
un cariz lúdico, y consecuencias de cara al individuo participante en
lo que respecta a su posición social. Al mismo tiempo, estos
enfrentamientos, aún conllevando la muerte de algunos de sus
participantes, podrían constituir un medio de limitar los conflictos y
las víctimas a la mínima expresión.
También en el ámbito
cultural, una administración de la agresividad podría hallarse tras la
idea de los sacrificios humanos. El hallazgo de sepulturas simultáneas,
abiertas y cerradas en un solo uso, ha llevado a plantearse a los
investigadores la posibilidad del sacrificio, aunque, como señalan los
autores, también ciertos sepulcros individuales podrían pertenecer a
individuos sacrificados. En palabras de R.Girard: “ la violencia del
sacrificio representa una solución, un modo de canalizar la agresividad
de toda la comunidad.[2]” Cabe destacar la diferencia ideológica entre
el asesinato, considerado negativo, y el sacrificio, considerado
positivo, por más que desde la óptica moderna haya quien los sitúe como
fenómenos muy próximos. Por otra parte, se sugiere la posibilidad de la
existencia del sacrificio por sí mismo, anterior a la voluntad de
ofrenda a una divinidad, y tal vez tampoco con la ostentación de poder
de un potentado.
Para terminar estas reflexiones preliminares,
los autores se centran en los ámbitos de la expresión de esta violencia
susceptibles de dejar rastros arqueológicos. En lo referente al
homicidio, seas cuales sean sus motivos y modalidades, no suele dejar
restos; puede ser eliminado conscientemente (arrojándolo al agua,
quemándolo…), o bien abandonado en el lugar de la muerte, dónde por
acción de animales o por procesos naturales de descomposición, dejará
pocas evidencias arqueológicas. Por último, también puede ser consumido
por otros humanos, o bien, que partes de sus restos sean manipuladas
para la confección de útiles ( si bien esto no tiene porqué estar
relacionado con el homicidio). Será el entierro dentro del contexto de
una necrópolis el que en principio proporcionará mayor cantidad de
datos para el Neolítico. Las agresiones colectivas serán localizadas
mediante la Arqueología a través, por ejemplo, de fosas comunes con
restos acumulados de cuerpos o muertos abandonados en campo de batalla
y fosilizados rápidamente.
Por otra parte, en el campo de
castigos y afrentas, solamente se podrán localizar por los restos
dejados en los huesos o en la carne ( en el excepcional caso en los que
ésta se conserve) y a través de estudios muy minuciosos. Otro aspecto
de la violencia, que puede tener un cariz religioso y social,
susceptible de ser localizado arqueológicamente es el de las
mutilaciones rituales.
...
Capítulo V. La construcción del guerrero.
En
el presente capítulo, los autores se encargan de desarrollar un modelo
de las sociedades neolíticas y calcolíticas con el fin de enmarcar los
datos obtenidos acerca de evidencias de violencia en un contexto social
e ideológico. Para ellos, el aumento de los actos violentos está
estrechamente relacionado con el funcionamiento social.
En
primer lugar, se centran el papel jugado por los elementos de prestigio
que se hallan en las sepulturas del periodo. Estos elementos no
aparecen en un registro cotidiano, lo que da lugar a pensar que se
trata de elementos destinados a subrayar la posición social, entre los
que jugaría un papel especial la armamentística. Para esta época, la
caza ya no jugaría un papel relevante en la aportación económica, pero,
sin embargo, seria un medio de promoción social, así como los
enfrentamientos bélicos. Señalan los autores que el arma, útil de
fuerza y destreza, se convertiría en un elemento simbólico íntimamente
relacionado con el mundo masculino; por un lado, como representante de
las funciones del género (en oposición a las que se suponen de
ocupaciones femeninas cotidianas, relacionadas con la agricultura y el
hogar ) entre las que se exaltaría la violencia, o capacidad de
agresión. Tres elementos destacarían entre estas armas; el arco, el
puñal y el hacha.
Se habla de una incipiente y progresiva
preeminencia del mundo masculino; esta vendría propiciada por la
introducción del arado ( y el acceso de los hombres a las tareas
agrícolas), la invención del torno (en Oriente) o la aparición de la
artesanía metalúrgica.
Por otro lado, la iconografía del
momento refleja un desarrollo de la simbología masculina y guerrera.
destacan especialmente las estelas y estatuas-menhires europeas, en las
que los hombres están provistos de armas, especialmente puñales, en
tanto que la característica esencial de las representaciones femeninas
son sus pechos. Para los autores lo femenino se sujeta a lo natural, y
lo masculino a lo cultural.
En lo referente al registro
funerario, los hombres se acompañan con ajuares en los que se hallan
elementos de ornamento y recipientes especiales, pero destacan ante
todo las armas de sílex o bien ya elaboradas en metal, entre las que se
cuentan puñales, flechas, hachas... y, en ocasiones, variedades de
cetro. Las sepulturas femeninas, salvo algunas excepciones en las que
se encontraron acompañadas por puñales, suelen llevar un ajuar a base
de ornamentos y piezas relacionadas con tareas cotidianas (fusayolas,
leznas…).
Un ejemplo de la subyugación femenina a lo
masculino, parece encontrarse entre los restos de la Edad del Cobre
italiana, en el caso de la tumba de la “viuda”, perteneciente a la
cultura de Rinaldone (3200-2500 a.n.e.). En esta tumba parece
documentarse el sacrificio de una mujer joven, con el fin de acompañar
a un individuo masculino dotado de un valioso ajuar armamentístico. En
cualquier caso, es evidente la correspondencia entre el mundo simbólico
reflejado por el contexto funerario y las representaciones halladas en
las estelas y estatuas anteriormente citadas.
Por otra parte,
las armas alcanzan valor por sí mismas. Se habla del desarrollo de un
artesanado dedicado a la confección de las mismas, que aún realizándose
en el ámbito de lo doméstico, junto a instrumentos bastos de labor y
valor secundario, las armas, (en ocasiones útiles y en otras, simples
elementos de parada), están realizadas con precisión técnica, y
destinadas a proyectarse más allá de la comunidad productora. Se ha
llegado a diferenciar espacios destinados a la elaboración de flechas,
por ejemplo, en el poblado de los Millares (Santa Fe de Modújar,
Almería).
Paralelamente, el artesanado podría haber ido
divergiendo de la elaboración doméstica de útiles, a la vez que
adquiría competencias en la elaboración de elementos ornamentales, cuyo
destino seria paralelo al de las armas; esta orientación al exterior
permitiría a las élites mantener una política de intercambios y
alianzas en el ámbito regional. Al mismo tiempo, el hecho de que estos
bienes de prestigio fueran amortizados como ajuares mortuorios
aseguraría la continuidad de su demanda.
Haciendo nuevamente
referencia a la producción estatuaria de representaciones masculinas y
armadas de la Europa del III milenio a.n.e. , los autores introducen el
debate sobre si se debieron al invasionismo de poblaciones (para este
periodo se atribuyen migraciones “indoeuropeas”, procedentes del las
estepas centroasiáticas y el este europeo), portadoras en oleadas de la
nueva ideología y simbología o bien, al contrario, por una evolución
interna y progresiva por parte de las comunidades europeas hacia una
mayor jerarquización social y de género.
Contra la hipótesis
difusionista existen evidencias sólidas; tanto la tradición estatuaria
con motivos masculinos como la jerarquización social o, cuanto menos,
la preeminencia de ciertos personajes o linajes tiene antecedentes en
el mismo territorio europeo. La difusión real seria en este caso la de
las técnicas metalúrgicas, que se introducirían en el desarrollo de la
armamentística preexistente hasta llegar al puñal de bronce y la espada
del II milenio.
En el ámbito del desarrollo de una ideología
principalmente masculina, los autores presentan una hipótesis
interpretativa para emplazamientos que tradicionalmente se
considerarían santuarios al aire libre destinados al culto taurino y
celeste. Según esta hipótesis; lugares como el Mont Bego, en la región
alpina, en los que se hallan representaciones de astados (especialmente
bóvidos), puñales y arados, serian espacios destinados y restringidos a
rituales masculinos; ritos de pasaje, iniciaciones, inclusiones en
nuevos grupos sociales, etc. Por otro lado, se defiende que las
representaciones corresponderían a un trasfondo ideológico emergente,
en el que las representaciones se remitirían a funciones masculinas;
combate y defensa, posesión de la tierra… se apunta a que estos temas
representados adquirirían un contenido mitológico.
Otro
aspecto que puede aportar información acerca del contexto social de la
violencia en el Neolítico es la configuración de los hábitats,
especialmente las relaciones existentes entre poblados abiertos y
poblados fortificados. Aunque se apunta a una preferencia, en lo que a
estudios arqueológicos se refiere, hacia los últimos.
Destaca,
en el sudeste español, los yacimientos fortificados, entre finales del
IV y III milenio a.n.e. ; para los que se hicieron lecturas
invasionistas y locales. en el desarrollo indígena hacia nuevos modelos
sociales que llevaran a la necesidad de fortificaciones y sistemas de
defensa el medio juega un papel importante.
En las regiones
aisladas o montañosas, la densidad de población sería baja, y varios
grupos explotarían simultáneamente unos mismos recursos naturales
(agua, tierras,…). En este ámbito, la aparición de arquitectura
defensiva no estaría justificada.
Sin embargo, en el llano y
los valles, o zonas privilegiadas en función de su localización
(mejores tierras, vías de comunicación) se desarrollaría una ocupación
superior, produciéndose una concentración de poblados. La falta de
espacios llevaría a una intensificación en los cultivos lo que en la
época significaba el desgaste de las tierras, derivando hacia una
competencia territorial. Esto daría lugar a una fortificación, a falta
de defensas naturales, de determinados centros de población más
favorecidos, que, en una segunda fase, pasarían a controlar a otros
periféricos de menor importancia, sometidos a una suerte de vasallaje.
Para
concluir el capítulo, los autores introducen una reflexión acerca del
origen del guerrero en Occidente. Como sucediera en el caso de las
estelas y estatuas-menhires, la figura ideológica del guerrero ha sido
con frecuencia tribuida a la aportación de poblaciones invasoras que
habrían dado fin a una comunidades neolíticas poco estructuradas
socialmente y sin demasiados elementos de tensión.
Sin
embargo, tras el análisis de los datos obtenidos, para el periodo
neolítico del oeste europeo ( y también para su Paleolítico), parece
completamente lícito hablar de esta nueva figura ideológica como
resultado de una serie de transformaciones internas en el seno de estas
comunidades. Las tensiones, ya existentes en los primeros periodos, se
acrecientan azuzadas por la paulatina jerarquización social del V y IV
milenios a.n.e., que seguirá acentuándose en el III milenio a.n.e., aún
antes de la llegada del metal.
La adopción de la metalurgia
será un elemento más en esta dinámica, a la que se añadirán también
determinados comportamientos o costumbres de los que una clase social
deseosa de distinguirse adoptará como propios. Se apunta hacia una
incipiente aristocracia, en parte hereditaria, en parte sujeta a
pruebas en función de la inestabilidad de las relaciones sociales y la
competitividad.
Por último, se hace mención de las importantes
diferencias entre esta imagen del guerrero occidental europeo,
caracterizado por su individuación, para el que los enfrentamientos
pueden constituir un motor de prestigio social, y el soldado
perteneciente a tropas y milicias, que encontramos en el mundo urbano
contemporáneo del Próximo Oriente.
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[1]
GUILAINE,J. I ZAMMIT,J. (2002): El camino de la guerra. La violencia en
la Prehistoria, Col. Ariel Prehistoria, ed. Ariel, Barcelona. p.45
[2] Girard, 1972 en Íbid p.56
Vaelia Bjalfi, Octubre de 2007